Al igual que en su día hice con fragmentos que me gustaban de Rayuela de Julio Cortázar, o con varias novelas de Jack Kerouac, he querido recopilar en un solo post fragmentos de novelas de Gabriel García Márquez que a lo largo de las lecturas he ido marcando y apuntando. Espero ir actualizando este post cuando lea más obras suyas, y espero que eso sea más pronto que tarde. De momento hay fragmentos de las obras siguientes:
– La mala hora (1962)
– Cien años de soledad (1967)
– El amor en los tiempos del cólera (1985)
– El general en su laberinto (1989)
– Del amor y otros demonios (1994)
Simplemente lo que he hecho es agrupar los fragmentos por novela, y he puesto un enlace a las reseñas al lado del título. Espero que os gusten estas pequeñas muestras del genio del gran escritor colombiano. 🙂
1962 – La mala hora (Reseña)
– Ésa ha sido siempre una característica de los pasquines – dijo el médico -. Dicen lo que todo el mundo sabe, que por cierto es casi siempre la verdad.
(…)
– Los pasquines no son la gente – sentenció.
– Pero solo dicen lo que ya anda diciendo la gente – dijo Roberto Asís -; aunque uno no lo sepa.
(…)
– Ése es otro truco que no entiendo – dijo el juez Arcadio -. A mí no me quitaría el sueño un pasquín que nadie lee.
– Ésa es la cosa – dijo el secretario, deteniéndose, pues había llegado a su casa -. Lo que quita el sueño no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines.
(…)
– Hace quince años – dijo la ciega – que no se le veía en esta casa, padre.
Era cierto. Todas las tardes pasaba frente a la ventana donde Mina se sentaba a hacer flores de papel, pero nunca entraba.
– El tiempo pasa sin hacer ruido – dijo.
(…)
El alcalde solía pasar días enteros sin comer. Simplemente lo olvidaba. Su actividad, febril en ocasiones, era tan irregular como las prolongadas épocas de ocio y aburrimiento en que vagaba por el pueblo sin propósito alguno, o se encerraba en la oficina blindada, inconsciente del transcurso del tieimpo. Siempre solo, siempre un poco al garete, no tenía una afición especial, ni recordaba una época pautada por costumbres regulares.
(…)
En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio.
(…)
– Eso es lo que estoy tratando de averiguar, pero nadie sabe nada. Por supuesto – añadió la viuda -, desde que el mundo es mundo el bando no ha traído nunca nada bueno.
Entonces la cocinera salió a la calle y regresó con los pormenores. A partir de esa noche, y hasta cuando cesaran las causas que lo motivaron, se restablecía el toque de queda.
(…)
A solo dos cuadras del cuartel el secretario del juzgado era feliz. Había pasado la mañana dormitando en el fondo de la oficina, y sin que hubiera podido evitarlo vio los senos espléndidos de Rebeca de Asís. Fue como un relámpago al mediodía: de pronto se había abierto la puerta del baño, y la fascinante mujer, sin nada más que una toalla enrollada en la cabeza, lanzó un grito silencioso y se apresuró a cerrar la puerta.
(…)
Tropezando con las palabras, sorprendido por un tropel de ideas que no cabían en los moldes previstos, descubrió a la viuda de Asís, rodeada de sus hijos. Fue como si los hubiera reconocido varios siglos más tarde en una borrosa fotografía familiar. Sólo Rebeca de Asís, apacentando el busto espléndido con el abanico de sándalo, le pareció humana y actual.
1967 – Cien años de soledad (Reseña)
…haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.
(…)
…Aureliano escapaba al alba y regresaba a la madrugada siguiente, cada vez más excitado por la comprobación de que ella no pasaba la aldaba. No había dejado de desearla un solo instante. La encontraba en los oscuros dormitorios de los pueublos vencidos, sobre todo en los más abyectos, y la materializaba en el tufo de la sangre seca en las vendas de los heridos, en el pavor instantáneo del peligro de muerte, a toda hora y en todas partes. Había huido de ella tratando de aniquilar su recuerdo no solo con la distancia, sino con un encarnizamiento aturdido que sus compañeros de armas calificaban de temeridad, pero mientras más revolcaba su imagen en el muladar de la guerra, más la guerra se parecía a Amaranta.
(…)
– ¿Qué dice? -preguntó.
– Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.
– Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.
(…)
Fue entonces cuando se le ocurrió que su torpeza no era la primera victoria de la decrepitud y la oscuridad, sino una falla del tiempo. Pensaba que antes, cuando Dios no hacía con los meses y los años las mismas trampas que hacían los turcos al medir una yarda de percal, las cosas eran diferentes. Ahora no solo crecían los niños más deprisa, sino que hasta los sentimientos evolucionaban de otro modo.
(…)
Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio a los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre.
(…)
Para Petra Cotes, sin embargo, nunca fue mejor hombre que entonces, tal vez porque confundía con el amor la compasión que él le inspiraba, y el sentimiento de solidaridad que em ambos había despertado la miseria. La cama desmantelada dejó de ser lugar desafueros y se convirtió en refugio de confidencias.
(…)
Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores, y solo entonces descubrió cuánta falta hcían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. Su corazón de ceniza apelmazada, que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana, se desmoronó a los primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años.
(…)
…terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
(…)
…y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
1985 – El amor en los tiempos del cólera (Reseña)
1989 – El general en su laberinto
Siempre tuvo a la muerte como un riesgo profesional sin remedio. Había hecho todas sus guerras en la línea de peligro, sin sufrir ni un rasguño, y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de que se creía invulnerable.
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José Palacios repetía: «Lo que mi señor piensa, solo mi señor lo sabe».
(…)
«Quédese», le dijo el ministro, «y haga un último sacrificio por salvar la patria».
«No, Herrán», replicó él, «ya no tengo patria por la cual sacrificarme».
Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre.
(…)
«El gran poder existe en la fuerza irresistible del amor», suspiró de pronto. «¿Quién dijo eso?»
«Nadie», dijo José Palacios.
No sabía leer ni escribir, y se había resistido a aprender con el argumento simple de que no había sabiduría mayor que la de los burros. Pero en cambio era capaz de recordar cualquier frase que hubiera oído por casualidad, y aquella no la recordaba.
(…)
«No me diga que ha derrotado a la nostalgia», dijo él.
«Al contrario: la nostalgia me ha derrotado a mí», dijo Wilson. «Ya no le opongo la menor resistencia».
«Entonces, ¿quiere o no quiere volver?»
«Ya no sé nada, mi general», dijo Wilson. «Estoy a merced de un destino que no es el mío».
(…)
«Estoy condenado a un destino de teatro».
Miranda no olvidó ni pudo entender jamás aquella frase hermética del joven guerrero que en los año siguientes volvió a su tierra con la ayuda del presidente de la república libre de Haití, el general Alexandre Pétion, cruzó Los Andes con una montonera de llaneros descalzos, derrotó a las armas realistas en el puente de Boyacá, y liberó por segunda vez y para siempre a la Nueva Granada, luego a Venezuela, su tierra natal, y por fin a los abruptos territorios del sur hasta los límites con el imperio de Brasil.
(…)
Uno de ellos resumió en una frase el sentimiento de todos: «Ya tenemos la independencia, general, ahora díganos qué hacemos con ella».
(…)
Cuando entraron por la puerta de la Media Luna, un ventarrón de gallinazos espantados se levantó del mercado al aire libre. Aún quedaban rastros de pánico por un perro con mal de rabia que había mordido en la mañana a varias personas de diversas edades, entre ellas a una blanca de Castilla que andaba merodeando por donde no debía.
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Fue solo a posar para Antonio Meucci, un pintor italiano que estaba de pao en Cartagena. Se sentía tan débil que debía posar sentado en la terraza interior de la mansión del mmarqués, entre las flores salvajes y el jolgorio de los pájaros, y de todos modos no podía estar inmóvil más de una hora. El retrato le gustó, aunque era evidente que el artista le había visto con demasiada compasión.
(…)
El pintor granadino José María Espinosa lo había pintado en la casa de gobierno de Santa Fe poco antes del atentado de septiembre, y el retrato le pareció tan diferente de la imagen que tenía de sí mismo…
1994 – Del amor y otros demonios (Reseña)
Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.
(…)
“Ustedes tienen una religión de la muerte que les infunde el valor y la dicha para enfrentarla”, le dijo. “Yo no: creo que lo único esencial es estar vivo”.
(…)
“¿Y mientras tanto?”, preguntó el marqués.
“Mientras tanto”, dijo Abrenuncio, “tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz”. Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqués: “No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”.
(…)
El mastín de presa que velaba sin pestañear frente a su dormitorio lo inquietaba más que los otros peligros. Él lo había dicho: “Vivo espantado de estar vivo”. En el destierro adquirió el talante lúgubre, la catadura sigilosa, la índole contemplativa, las maneras lánguidas, el habla despaciosa, y una vocación mística que parecía condenarlo a una celda de clausura.
(…)
Se retiró a la biblioteca más temprano que de costumbre, pensando en ella, y cuanto más pensaba más le crecían las ganas de pensar. Repitió en voz alta los sonetos de amor de Garcilaso, asustado por la sospecha de que en cada verso había una premonición cifrada que tenía algo que ver con su vida.
(…)
Abrió la maletita de Sierva María y puso las cosas una por una sobre la mesa. Las conoció, las olió con un deseo ávido del cuerpo, las amó, y habló con ellas en hexámetros obscenos, hasta que no pudo más. Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que nunca se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar en sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y de lágrimas.
(…)
“Es el demonio, padre mío”, le dijo Delaura. “El más terrible de todos”.
(…)
Solo entonces supo Sierva María que Cayetano era su exorcista y no su médico.
“¿Y entonces por qué me cura?”, le preguntó.
A él le tembló la voz:
“Porque te quiero mucho”.
Ella no fue sensible a su audacia.
(…)
El marqués desempolvó la tiorba italiana. La encordó, la afinó con una perseverancia que solo podía entenderse por el amor, y volvió a acompañarse las canciones de antaño cantadas con la buena voz y el mal oído que ni los años ni los turbios recuerdos habían cambiado. Ella le preguntó por esos días si era verdad, como decían las canciones, que el amor lo podía todo.
“Es verdad”, le contestó él, “pero harás bien en no creerlo”.
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