Hoy me ha preguntado Tani que por qué he cambiado mi foto de perfil por un mate y una bombilla… bueno, puede ser porque hace poco volví a encontrar los míos en la cocina, y hacía ya demasiado tiempo que no me cebaba un buen mate y me ponía en el sofá a hacer mis cosas y a chupar la bombilla. Así que, como la bombilla (y el mate) que se parecen bastante a los míos, son más guapos que la foto que tenía, ahí están.
Y en homenaje al mate, este capítulo de Rayuela, esa gran obra de Julio Cortázar que tuvo como consecuencia el que yo me animara a probar dicha bebida. Eso fue hace… ufff, hace unos cuantos años.
Cómo echaba de menos sentarme con el mate y el termo, y hacer cositas, y darle chupadas de vez en cuando… y a veces viene Carlos y me pide un poco. Qué curioso que por un libro se pueda adquirir un hábito o las ganas de probar algo. Supongo que para los que nos gusta leer no es algo tan extraordinario, porque los libros llegan a ser una parte grande de nuestra vida. Y por fragmentos como el siguiente me entró sed de una bebida que nunca había probado.
Rayuela… qué gran novela.
Así que buenas noches, empezad con buen pie la semana y algún día dadle una oportunidad al mate, quizás os guste.
Capítulo 19
-Yo creo que te comprendo -dijo la Maga, acariciándole el pelo-. Vos buscás algo que no sabés lo que es. Yo también y tampoco sé lo que es. Pero son dos cosas diferentes. Eso que hablaban la otra noche… Sí, vos sos más bien un Mondrian y yo un Vieira da Silva.
-Ah -dijo Oliveira-. Así que yo soy un Mondrian.
-Sí, Horacio.
-Querés decir un espíritu lleno de vigor.
-Yo digo un Mondrian.
-¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede empezar una realidad Vieira da Silva?
-Oh, sí -dijo la Maga-. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué… Sos como un médico, no como un poeta.
-Dejemos de poetas -dijo Oliveira-. Y no lo hagás quedar mal a Mondrian con la comparación.
-Mondrian es una maravilla, pero sin aire. Yo me ahogo un poco ahí adentro. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.
-Vamos a ver, Lucía: ¿Vos sabés bien lo que es la unidad?
-Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así -dijo la Maga. La unidad, claro que sé lo que es. Vos querés decir que todo se junte en tu vida para que puedas verlo al mismo tiempo. ¿Es así, no?
-Más o menos -concedió Oliveira-. Es increíble lo que te cuesta captar las nociones abstractas. Unidad, pluralidad… ¿No sos capaz de sentirlo sin necesidad de ejemplos? No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una unidad para vos?
-No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando.
-Pero vos a tu vez pasabas por esas cosas como un hilo por esas piedras verdes. Y ya que hablamos de piedras, ¿de dónde sale ese collar?
-Me lo dio Ossip -dijo la Maga-. Era de su madre, la Odessa.
Oliveira cebó despacito el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada podía disimular el sabor de los medicamentos. Oliveira cebó otro mate, mirando de reojo la cubierta de un Deutsche Grammophon Gessellschaft que le había pasado Ronald y que vaya a saber cuándo podría escuchar sin que Rocamadour aullara y se retorciera. Lo horrorizaba la torpeza de la Maga para fajar y desfajar a Rocamadour, sus cantos insoportables para distraerlo, el olor que cada tanto venía de la cama de Rocamadour, los algodones, los berridos, la estúpida seguridad que parecía tener la Maga de que no era nada, que lo que hacía por su hijo era lo que había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días. Todo tan insuficiente, tan de más o menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes atrás cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio, y la calefacción, la electricidad… Oliveira había estado a un paso de admirar ese brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo Trouille andaba en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese momento le daba lo mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Llegó a creer que la continua presencia de la Maga lo rescataría de divagaciones excesivas, pero naturalmente no sospechaba lo que iba a ocurrir con Rocamadour. Aun así conseguía aislarse por momentos, hasta que los chillidos de Rocamadour lo devolvían saludablemente al malhumor. «Voy a acabar como los personajes de Walter Pater», pensaba Oliveira. «Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el epicúreo, vicio púreo. Lo único que me va salvando es el olor a pis de este chico».
-Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip -dijo Oliveira.
-Rocamadour tiene fiebre -dijo la Maga.
Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba quinientos francos el kilo en las farmacias y era un yerba perfectamente asquerosa que la droguería de la estación Saint-Lazare vendía con la vistosa calificación de «maté Sauvage, cueilli par les indiens», diurética, antibiótica y emoliente. Por suerte el abogado rosarino -que de paso era su hermano- le había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando poca. «Mi único diálogo verdadero es con este jarrito verde.» Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto para solitarios y tristes. Hacía rato que a Oliveira le importaban las cosas in importancia, y la ventaja de meditar con la atención fija en el jarrito verde estaba en que a su pérfida inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde nociones tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el horizonte, una chica púber, un pájaro o un caballo. «También este matecito podría indicarme un centro», pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito verde era más fuerte proponía un pequeño volcán petulante, su cráter espumoso y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de la estufa que habría que cargar a eso de las nueve). «Y ese centro que no sé lo que es, ¿no vale como expresión topográfica de una unidad? Ando por una enorme pieza con piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto en que debería pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva.» «El punto exacto», enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar más seguro de que no se iba en puras palabras. «Un cuadro anamórfico en el que hay que buscar el ángulo justo (y lo importante de este ejemplo es que el hángulo es terriblemente hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la tela para que de golpe el montón de rayas sin sentido se convierta en el retrato de Francisco I o en la batalla de Sinigaglia, algo hincalificablemente hasombroso).» Pero esa unidad, la suma de los actos que define una vida, parecía negarse a toda manifestación antes de que la vida misma se acabar como un mate lavado, es decir que sólo los demás, los biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor importancia para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser un héroe, sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser un prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del matecito lavado y frío.
-Le voy a dar un cuarto de aspirina -dijo la Maga.
-Si conseguís que la trague sos más grande que Ambrosio Paré -dijo Oliveira-. Vení a tomar un mate, está recién cebado.
La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía que montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por el correlato verbal.. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaba de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzando a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir – ¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?- hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonante aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste.
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Pasate a tomar un mate cuando quieras! 🙂
Me encanta que hayan adoptado esta costumbre nuestra, que es de las buenas. Nada de adoptar el síndrome de «ñoqui», «garca» o la tan conocida «viveza criolla». Un aplauso para los materos del mundo, que comparten algo tan simple y tan necesario como el «mimo» de cebar un mate o que te lo ceben.
Amargo o dulce? Por acá amargo y con hojitas de menta 😉
Me encanta la explicación, la verdad es que yo viví en Buenos Aires medio año y claro,le agarré gusto a las costumbres argentinas.
No podía dejar pasar el detalle del cambio de imagen de perfil!!!
Miles de besos amiga
Yo me compre un par de mates y un par de bombillas, con la intención de introducir a Eva en la afición, pero fue al revés, jaja, se me contagió de ella el no aficionarme! Estarán por ahí, en un cajón…
Annie, el culpable es ese genio, Julio Cortázar. Y la verdad es que es bonito que algo de vuestro país se encuentre extendido por tantos sitios. Eso de «ñoqui» y «garca» y la «viveza criolla» no sé muy bien lo que es, tendré que buscar.
Por cierto, amargo, sin nada más. Normalmente marca «Cruz de Malta» o si no, otra que tiene el paquete color rojo y negro, ahora no me acuerdo el nombre.
TANI, ya ves que doy explicaciones. No sabía que habías estado en Argentina, qué chulo, yo quiero visitar algún día ese país! Algún día tendrás que contar como lo tomas tú. 😉
ESPECIALISTA, bah, venga, intentadlo otra vez, cuando te acostumbras al amargor está muy bueno! ^^