«…me bastaría mirarlo con suficiente paciencia…», de Peter Handke

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No es la primera ni la segunda vez que pongo fragmentos que previamente han sido colgados en el blog Calle del Orco. Como casi siempre son autores y textos que nunca he leído (ni, probablemente, leería si no fuera porque los encuentro ahí), siempre dedico un momento a leerlos con detenimiento, a entender. Siempre son textos de escritores o celebridades hablando de otras personas. Eso es lo que me fascina. 

En mi vida diaria, como le pasa a todo el mundo, veo en muchas ocasiones a gente hablando de otra gente. Sin embargo, nunca o casi nunca son comentarios profundos. Rara vez, de hecho, merecen siquiera la pena. No voy a decir aquello de que odio los cotilleos, porque yo, como todo el mundo, he participado en ellos alguna vez. Pero sí diré que pocas veces se puede escuchar a alguien opinando sobre otra persona con honestidad y sin que la envidia, la desconfianza o el desprecio se mezclen de por medio (casi siempre hay algo de eso mezclado en los cotilleos). Quizá es que lo más importante no se suele decir en voz alta y a la hora de hablar solo soltamos ruido, o quizá hay otros motivos que me voy a callar, pero en parte por eso me encanta leer a personas que sienten admiración por otras, o que simplemente las analizan. Me fascina la sinceridad que a veces se aprecia en esas palabras, ya que es algo que a veces se escatima en la vida diaria.

En esta ocasión lo que me ha gustado es que este escritor, Peter Handke (lo he buscado en Wikipedia y ya he puesto una de sus novelas en mi lista de to-read), a su vez se siente fascinado por una persona a la que nunca ha conocido. Se pone de manifiesto que ha intentado entenderlo, que cree haber llegado a una conclusión, acertada o no, sobre Kafka. No es la admiración, no es lo que parece casi rayano en la obsesión… lo que me gusta del texto es el intento de comprender a alguien. No juzgar por un rasgo, o por una acción, sino intentar ver un todo. Qué ha habido antes, qué hay alrededor, qué puede llegar a haber en esa persona. Cuando leo algo, a menudo lo traslado a mi vida o a la de alguien que conozca. En este caso, y seguro que es algo muy personal, lo que yo saco es lo positivo de fijarse en las cosas, en no detenerse en lo evidente, e intentar entender. Simplemente eso. Por agotador y poco gratificante que sea eso. Creo que es el método más efectivo – que no rápido – para aprender de la vida, aparte de las experiencias propias.

Y este es el texto. Pues eso.

Publicado originalmente el 3/11/13 en Calle del Orco:

Hubo un tiempo en que volví a leer todos los diarios de Kafka, sus cartas, y también lo que escribieron sus amigos sobre él, solo porque quería averiguar si por acaso no había tenido granos. Pero las descripciones de sus amigos y los gestos escriturarios de sus cartas mostraban el rostro de una persona sin máculas, completamente inclinada hacia quienes se dirigía.

Kafka era bonito, escribió Max Brod, una figura alta, un rostro marrón. Igual, siempre me imagino que de adolescente Kafka tuvo acné, dolorosas hinchazones que supuraban en el rostro y en el cuello, por lo que no podía afeitarse bien. Forúnculos, miedo al contacto. Una vez llegó a volver a su casa desde el extranjero porque tenía un forúnculo en la nuca: eso es un hecho. El extranjero y el forúnculo. ¡A no glorificar los hechos! Porque en la realidad nada gloriosa, Kafka era bonito.

Una vez quise escribir una historia en la que alguien, por el hecho de contraer acné, empezaba a observar todo con otros ojos. Esa historia se iba a llamar ACNÉ. Eso fue hace mucho tiempo, cuando mi mundo era el mundo de Kafka y mi héroe, el Dr Franz Kafka. “Todos los acusados son bonitos”.

Cómo me sentía reflejado en la vergüenza de Kafka; no, no reflejado, sino descubierto por primera vez… y luego siempre reflejado. Y cuán pusilánime, cuán temerosa me parece hoy esa vergüenza: cuán arrogante.

Tal vez por eso husmeaba a menudo en los documentos como un detective privado, para ver si en realidad Kafka sí había dormido con mujeres. La calentura en sus historias es un poco la calentura del sueño, por un lado animal, entre charcos de cerveza debajo de una mesa de taberna, pero por otro amordazada por el miedo de ensuciar la sábana limpia que luego llegará a ver la madre… Un poco era también el mundo de un adolescente el que describe Kafka, y en lo que atañe a la sexualidad, un mundo adolescente.

Y su alegría nunca es una alegría en sí misma, sino siempre el resultado físico de un largo dolor: como si la fuerza mortal de gravedad se hiciera tan fuerte que se transmutara en una ingravidez celestial. Esta alegría (otros dicen: el “humor” de Kafka), solo como resultado de un dolor, se me ha vuelto extraña, incluso repugnante; y sin embargo, cuando pienso en la última frase de El proceso –“Era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”- me parece como si no solo fuera un frase, sino una ACCIÓN, más poderosa que cualquier acción que haya oído hasta hoy.

Cuando pienso en Kafka y lo veo ante mí, tengo la sensación que me bastaría mirarlo con suficiente paciencia, tal vez bajando la cabeza entremedio, para no herirlo demasiado; y él dejaría de ser, poco a poco, la mera imagen de una víctima, para ser algo completamente distinto, y contarlo, pero con la misma escrupulosidad que antes.

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