Como siempre en estas fechas, nos vemos asaltados por participaciones y décimos de lotería, como si fuese nuestra obligación dejarnos el sueldo en algo que (seamos realistas) casi nunca toca.
Confieso que aún siendo alguien que nunca juega a nada, ni la primitiva, ni la quiniela, nada… y cuando llega navidad, siempre que he estado trabajando, he cogido algo de lotería, además de la inevitable participación del «colegio de la niña». ¿Pero por qué? Es dinero perdido, no tocará y me sentiré muy mal cuando toque tirar los papelitos sabiendo que no ha tocado ni un mísero último número de nada (¡que ya es mala suerte!).
Pues por lo que compramos la mayoría: por si toca.
Pero no es una compra de esas que se hace con ilusión, pensando en qué pasa si toca, qué compraremos y tal. Más bien la imagen mental que se nos viene a la cabeza es la de los compañeros de trabajo celebrándolo al estilo de:
mientras nosotros fingimos alegrarnos y pensamos en que posiblemente los muy cabrones se comprarán alguna segunda residencia o un coche de la hostia, mientras que nosotros seguiremos pobres como las ratas, como siempre, y sin más aspiración que seguir siendo los mismos ‘machacas’ de siempre frente al ordenador o la máquina de turno. Es como envidia hipotética, o algo así.
Así que, por eso compro lotería de navidad. No mucha, pero sí algo.
(Y además, pregunte a quien pregunte si ha comprado, me dice ‘claro, ¿y si toca a todos los de la empresa menos a mí?)
Pues eso. Allá irán mis veinti… euros, como todos los años.